Una enorme carpa había sido levantada en medio de la milpa de los papás del novio , quienes corrían a cargo del festejo ese día. Mesas redondas fueron reservadas para los invitados especiales y la familia cercana. El resto del pueblo se iría acomodando en los tablones comunales que se habían distribuido a lo largo y ancho, dejando solamente un espacio libre para el bailongo. Una gran tarima se colocó al fondo donde tocaría la banda de moda en el pueblo, equipada con grandes bocinas y juegos de luces programadas. En las mesas había canastas con servilletas que meses atrás comenzaron a ser bordadas por la familia de la novia a manera de recuerdo, con las iniciales de los novios y diversos motivos.
Poco a poco fue llegando la gente y cada familia iba eligiendo lo que iba a tomar y se lo llevaba consigo. Se acomodaban en algún lugar afuera de la carpa para esperar a que los novios salieran del ritual de bendición del hogar, un ritual ancestral que se llevaba a cabo en la cocina de los padres del novio, que habían formado una familia fuerte y feliz. Los hombres platicando entre ellos y las mujeres sentadas en el piso, a tierra pelona, cuidando de los niños. Cuando los novios aparecieron, los padres del novio se pusieron al frente seguidos de los novios y después el resto del pueblo. El papá dio una indicación con la mano y la banda comenzó a tocar. Así formados y al son de la música, todos entraron bailando, los hombres cargando los cartones de cerveza sobre sus cabezas y algunas mujeres llevando en sus rebozos los refrescos que tomarían ellas y los hijos. Se acomodaron y probaron todo lo que se había preparado para el momento; tamales, barbacoa, pollo con mole, arroz, nopalitos, habas en salsa verde. Las cervezas se consumían sin hacer un descanso ni tomar aire, de un solo jalón.
Rutila se alisó las enaguas y nerviosamente evadía las miradas libidinosas del compadre envalentonado por un cartón de cervezas. Cuando se puso a bailar con las hermanas, el compadre se le arrimaba sin recato alguno. Ella también le había entrado duro al aguardiente que su comadre le había servido de manera halagadora en un jarrito que rellenaba cada vez que Rutila se lo empinaba, al principio molestando y después yéndose como hilo de media. Comenzó a ver al compadre sin impedimentos y mejor decidió irse a su casa porque ya no era dueña de sus “quereres” desbocados por años de viudez. Sin avisar se fue escurriendo hasta salir de la carpa aunque sus piernas parecían querer quedarse y no la obedecían cuando se les ordenaba salir del terreno. De pronto alguien la jaló del brazo y la arrastró detrás de donde estaban apiladas las cajas de los refrescos. Sintió que le tiraban de la trenza y le levantaban la falda, los besos aparecían por todos lados y el refajo salió volando. No fue capaz de decir no, ahí, de noche, a “rais del suelo”.
Al otro día no sabía bien lo que había pasado, solamente recordaba los ojos del compadre encima de ella y supo que no fue un sueño cuando vio la falda bien puerca y su cara y cabellera llenas de tierra. A los dos meses supo que estaba embarazada y de alguna manera una de sus hermanas descubrió que ese hijo que esperaba era del cuñado de ambas. Si en el pueblo se enteraban, quedaría muy mal parada, ella que había llevado su viudez de forma recatada, honrando al difunto que continuamente se la madreaba. Fue a dar con una comadrona que le hizo un aborto con un gancho de ropa y estuvo a un pelito de no contarla por la infección que pescó de semejante procedimiento. En medio de la fiebre y sintiéndose jalada por Lucifer al mismísimo infierno, le pidió a la Virgen por su vida, por su salvación y cuando llegó al templo a confesarse, el padre le dijo que ni veinte aves marías y miles de padres nuestros la liberarían de semejante pecado. Había que tomar una medida extrema y su única salvación era ir al Santuario de Atotonilco, en Guanajuato, a unos minutos de San Miguel Allende. El Santuario de Dios y de a Patria de donde fue tomado el estandarte con la Virgen de Guadalupe con el que el Padre Miguel Hidalgo iniciaría el movimiento de independencia.
Así llegó un domingo a mediodía en un camión que había hecho varias paradas en los pueblos recogiendo pecadores de diversos tipos pero todos con el único deseo de ser perdonados. Afuera compró su “kit” para los “ejercicios espirituales”; una corona de espinas, un cordón con una cruz que se amarraría a la cintura y el cuello y una disciplina, que no era otra cosa que un artefacto para acomadarse sendos fregadazos en la espalda.
Rutila entró al Santuario con la ilusión de salir exculpada y purificada y sonrío de saber que la esperanza de ser perdonada existía. Sonrisa que desaparecería cuando al anochecer comenzarán a escucharse los pujidos y ruido que las disciplinas hacían al cortar el aire e impactarse en el cuerpo de los ejercitantes. Durante una semana estuvo encerrada entregada a la meditación, orando compungida por el dolor de haber faltado . Esos “Ejercicios de Encierro” hicieron que Rutila encontrara el principio de su salvación y el fundamento de una vida espiritual (perdida por culpa de esa maldito aguardiente y del calenturiento de su compadre) y comenzar una nueva vida, a través de la fe escrita en su espalda con varios chingazos.
Varias veces durante el año llegan camiones de penitentes al Santuario de Atotonilco, hombres y mujeres que han perdido el camino, por los vicios, por dejarse llevar por alguno de los pecados capitales, por maldad, por haber matado, por robar, por cualquier razón que les haya hecho perder el camino de la salvación eterna. Hoy por hoy siguen llegando penitentes ejercitantes, en pleno 2014.
El Santuario de Atotonilco fue construido bajo la tutela del Padre Luis Felipe Neri Alfaro y en 1748 se consagró la Iglesia colocándose la imagen de Jesús Nazareno. El Templo es de estilo barroco novohispano y su interior está profusamente decorado, por algo se le conoce como “La Capilla Sixtina Mexicana”. Pinturas al fresco con influencia indígena, inscripciones y poesías religiosas del Padre Alfaro y lugar aparte, el Señor de la Columna, que cada año visita San Miguel Allende lo que es motivo de fiesta. Ese señor que alivia el dolor de los enfermos cuando éstos lo observan.
Entrar al Santuario es iniciar un camino que nos lleva del imperio de Lucifer hasta el Reino de Dios, frescos a cargo de un gran artista queretano: Antonio Martínez de Pocasangre. En el trayecto se observan escenas de la vida de Jesús, milagros, cuadros bíblicos, poesía, motivos de pecado, diablos que quieren desviar el camino. Tiempo se necesita para observar detenidamente cada pasaje o historia que se ilustra. Un regalo a la vista, un recordatorio de fe. Un lugar que fue declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO.
Y a la salida un hombre pide limosna, como lo viene haciendo desde hace 40 años, esperando a quienes visitan el Santuario de Jesús Nazareno y la Santa Casa de Ejercicios de Atotonilco, en Guanajuato.
Yo estoy convencida que los pecados no nos llevan al Infierno después de la muerte, ni siquiera me convence el término “pecado”. Prefiero pensar que mis malas acciones, mis malas decisiones o actitudes me llevan a un infierno terrenal, privándome de la tranquilidad, llenando la mente y el alma de culpas y remordimiento que nos inhabilitan para ser felices. No necesitamos de un cilicio para contener los deseos carnales, que darle gusto al cuerpo no debe ser pecado, ni de una disciplina para actuar bien, mucho menos de una corona de espinas para purgar culpas. Mucho mejor es evitarlos que al fin y al cabo tenemos el poder de decidir entre lo que está bien y lo que no. Pero si esto no les convence y desean “mortificarse”, les dejo el link de la Casa de Ejercicios, para que decidan en que fecha y con que celador les gustaría pasar una semana para encontrarse con ustedes mismos y grabar en su espalda a golpe de disciplinas la fe perdida.
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